Las páginas web Waterstons y Entertainment Weekly han revelado los primeros dos capítulos de Dreams of Gods & Monsters, última entrega de la saga Hija de humo y hueso.
Retomamos la historia justo dónde la dejó Días de sangre y resplandor, en el momento de la llegada de los ángeles a la Tierra. Por desgracia, no vemos a Karou y Akiva en estos dos capítulos pero sí nos introduce dos nuevos personajes, Eliza y Gabriel. Para los que sentían curiosidad, también nos desvela los nombres completos de Zuzana, Mik y Kaz.
Os dejo la traducción a continuación (la traducción es mía así que si veis algún error, decídmelo y lo corrijo):
Érase una vez
un ángel y un demonio que pusieron las manos sobre sus corazones
y comenzaron el apocalipsis.
1
Helado para las pesadillas
Nervios vibrando y sangre que grita, salvaje y revolviéndose y persiguiendo y devorando y terrible y terrible y terrible...
—Eliza. ¡Eliza!
Una voz. Luz brillante, y Eliza se despertó. Así es como se sentía: cayendo y aterrizando con fuerza.
—Ha sido un sueño —se oyó a sí misma decir—. Sólo ha sido un sueño. Estoy bien.
¿Cuántas veces había dicho esas palabras en su vida? Más de las que podía contar. Pero ésta era la primera vez que se las había dicho a un hombre que había irrumpido heroicamente en su habitación, con un martillo en la mano, para salvarla de ser asesinada.
—Estabas... estabas gritando —dijo su compañero de piso, Gabriel, lanzando miradas a los rincones y sin encontrar ningún rastro de asesinos. Tenía el pelo revuelto por el sueño y estaba maníacamente alerta, agarrando el martillo en alto y preparado—. Quiero decir... gritando de verdad.
—Lo sé —dijo Eliza con la garganta en carne viva—. Hago eso a veces —se sentó derecha en la cama. El latido de su corazón era como el disparo de un cañón —condenatorio y profundo y reverberando por todo su cuerpo, y aunque tenía la boca seca y respiraba de manera superficial, intentó sonar despreocupada—. Siento haberte despertado.
Parpadeando, Gabriel bajó el martillo.
—Eso no es a lo que me refería, Eliza. Nunca he oído a nadie sonar así en la vida real. Era un grito de película de terror.
Parecía un poco impresionado. Lárgate, quería decir Eliza. Por favor. Le empezaron a temblar las manos. Pronto no sería capaz de controlarlo, y no quería un testigo. La bajada de adrenalina podía ser bastante mala después del sueño.
—Te prometo que estoy bien. ¿Vale? Yo sólo...
Mierda.
Temblores. La subida de la presión, el ardor detrás de los párpados, y todo fuera de su control.
Mierda, mierda, mierda.
Se dobló y escondió la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Tan malo como había sido el sueño —y había sido malo— las secuelas eran peores, porque estaba consciente pero seguía estando indefensa. El terror —el terror, el terror— permanecía, y había algo más. Llegaba con el sueño, cada vez, y no se desvanecía con él sino que se quedaba como algo que hubiera traído la marea. Algo horrible —un cadáver de nivel leviatán abandonado para que se pudra en la costa de su mente. Era el remordimiento. Pero Dios, ésa era una palabra demasiado anodina para aquello. Este sentimiento que le dejaba el sueño, eran cuchillos de pánico y terror descansando justo en lo alto de una herida supurante roja y sustanciosa de culpa.
¿Culpa por qué? Eso era lo peor. Era... Dios santo, era innombrable, y era inmenso. Demasiado inmenso. Nada peor se había hecho jamás, en todo el tiempo, y todo el espacio, y la culpa era suya. Era imposible, y con distancia del sueño Eliza podía descartarla como ridícula.
Ella no había hecho, ni nunca haría... eso.
Pero cuando el sueño la enredaba, nada de eso importaba —ni la razón, ni el sentido, ni siquiera las leyes de la física. El terror y la culpa lo ahogaban todo.
Apestaba.
Cuando los sollozos por fin se sosegaron y alzó la cabeza, Gabriel estaba sentado en el borde de la cama, con aspecto compasivo y alarmado. Ahí estaba esa descarada urbanidad de Gabriel Edinger que sugería una posibilidad más que justa de pajaritas en su futuro. Tal vez incluso un monóculo. Era neurocientífico, probablemente la persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Los dos eran compañeros de investigación en el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian —el MNHN— y había sido amistoso pero no amigos durante el último año, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para su posdoctorado y el necesitó un compañero de piso para cubrir el alquiler. Eliza había sabido que era un riesgo, cruzar horas privadas con horas de trabajo, por esta razón exacta. Ésta.
Los gritos. Los llantos.
No le haría falta escarbar mucho a una parte interesada para determinar las... profundidades de anormalidad... sobre las que había construido esta vida. Como poner tablas sobre arenas movedizas, parecía a veces. Pero el sueño no la había molestado durante un tiempo, así que había cedido a la tentación de fingir que era normal, con nada excepto las preocupaciones normales de una estudiante de doctorado de veinticuatro años con un presupuesto pequeño. La disertación de la presión, un compañero de laboratorio malvado, propuestas para becas, el alquiler.
Monstruos.
—Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ya estoy bien.
—Bien. —Tras una pausa incómoda, preguntó animado—, ¿Una taza de té?
Té. Eso era un bonito destello de normalidad.
—Sí —dijo Eliza—. Por favor.
Y cuando él salió sin prisa para poner la tetera, ella se compuso. Se puso su bata, se lavó la cara, se sonó la nariz, se contempló en el espejo. Tenía la cara hinchada y los ojos inyectados en sangre. Genial. Normalmente tenía unos ojos bonitos. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos de extraños. Eran grandes y con pestañas largas y eran brillantes —al menos cuando el blanco no estaba rosa de llorar— y eran varios de marrón más claro que su piel, lo que los hacía parecer que resplandecían. Ahora mismo, la dejó helada notar que parecían tener un poco de... locura.
—No estás loca —le dijo a su reflejo, y la declaración tenía el timbre de una afirmación pronunciada a menudo —una confirmación necesitada, y habitualmente dada. No estás loca, y no vas a estarlo.
Más en el fondo corría otro pensamiento más desesperado.
A mí no me ocurrirá. Soy más fuerte que los otros.
Normalmente era capaz de creérselo.
Cuando Eliza se unió a Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té estaba en la mesa, junto con un cartón de helado, abierto, con una cuchara sobresaliendo. Él le hizo un gesto.
—Helado para las pesadillas. Una tradición familiar.
—¿En serio?
—Sí, de verdad.
Eliza intentó, durante un momento, imaginar el helado como una respuesta de su propia familia al sueño, pero no pudo. El contraste era demasiado duro. Alcanzó el cartón.
—Gracias —dijo. Se comió un par de bocados en silencio, tomó un sorbo de té, todo mientras se preparaba para las preguntas que llegarían, como seguro que harían.
¿Con qué sueñas, Eliza?
¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no hablas conmigo, Eliza?
¿Qué te pasa, Eliza?
Lo había oído todo ya.
—Estabas soñando con Morgan Toth, ¿verdad? —preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus suaves labios?
Vale, eso no lo había oído. A pesar de sí misma, Eliza se rió.
Morgan Toth era su archienemigo, y sus labios eran un buen tema para una pesadilla, pero no, eso ni siquiera se acercaba.
—La verdad es que no quiero hablar de ello —dijo.
—¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel, todo inocencia—. ¿Qué es este "ello" de lo que hablas?
—Qué mono. Pero lo digo en serio. Lo siento.
—Vale.
Otro bocado de helado, otro silencio interrumpido por otra no-pregunta.
—Yo tuve pesadillas de niño —ofreció Gabriel—. Durante un año. Muy intensas. Oír a mis padres contarlo, la vida como la conocíamos prácticamente se suspendía. Me daba miedo dormirme, y tenía todos estos rituales y supersticiones. Incluso intenté hacer ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Supuestamente me oyeron ofrecer a mi hermano mayor en mi lugar. No recuerdo eso, pero él jura que fue así.
—¿Ofrecerle a quién? —preguntó Eliza.
—A ellos. Los que salían en el sueño.
Ellos.
Una chispa de reconocimiento, esperanza. Tonta esperanza. Eliza también tenía un "ellos". Racionalmente sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro sitio, pero en las secuelas del sueño, no siempre era posible permanecer racional.
—¿Qué eran? —preguntó, antes de que considerara lo que estaba haciendo. Si no iba a hablar de su sueño, no debería estar entrometiéndose en el de él. Era una regla para guardar secretos en la que estaba bien versada: No preguntes, y no te preguntarán.
—Monstruos —dijo él, encogiéndose de hombros, y así, Eliza perdió el interés —no a la mención de monstruos, sino a su tono de por supuesto. Cualquiera que podía decir monstruos de esa manera informal, definitivamente nunca había conocidos a los suyos.
—¿Sabes?, ser perseguido es uno de los sueños más comunes —dijo Gabriel, y siguió hablándole de ello, y Eliza siguió sorbiendo té y tomando el ocasional bocado de helado para las pesadillas, y asentía en los momentos correctos, pero en realidad no estaba escuchando. Había investigado minuciosamente sobre análisis del sueño hacía mucho tiempo. No había ayudado antes, ni ayudaba ahora, y cuando Gabriel lo resumió con "son una manifestación de los temores que tenemos despiertos", y "todo el mundo los tiene", su tono era apaciguador y pedante, como si acabara de resolverle el problema.
Eliza quiso decirle, Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque "las manifestaciones de los temores que tienen cuando están despiertos" no dejan de producirles arritmia cardíaca. Pero no lo dijo, porque era el tipo exacto de trivialidad recordable que se menciona en fiestas de cóctel.
¿Sabías que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque sus pesadillas le producían arritmia cardíaca?
¿En serio? Qué locura.
—¿Y qué te paso? —le preguntó—. ¿Qué les paso a tus monstruos?
—Oh, se llevaron a mi hermano y me dejaron en paz. Tengo que sacrificar una cabra para ellos todos los Michaelmas, pero es un pequeño precio por una buena noche de sueño.
Eliza se rió.
—¿De dónde sacas las cabras? —preguntó, siguiéndoles la corriente.
—De una granja en Maryland. Cabras certificadas para el sacrificio. Corderos también, si lo prefieres.
—¿Quién no? ¿Y qué demonios es Michaelmas?
—No lo sé. Me lo he inventado.
Y Eliza experimentó un momento de gratitud, porque Gabriel no se había entrometido, y el helado y el té e incluso su irrtación con su parloteo de erudito habían ayudado a aliviar las secuelas. Se estaba riendo de verdad, y eso era algo.
Y entonces su teléfono vibró en la superficie de la mesa.
¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó...
... y cuando vio el número en la pantalla, se le cayó —o posiblemente lo lanzó. Con un crac golpeó un armario y rebotó en el suelo. Durante un segundo tuvo la esperanza de que lo había roto. Se quedó ahí, en silencio. Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzz— ya no estaba muerto.
¿Cuándo se había sentido mal por no romper su teléfono?
Era el número. Sólo dígitos. Sin nombre. No aparecía ningún nombre porque Eliza no había guardado ese número en su teléfono. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había memorizado hasta que lo vio, y fue como si hubiera estado todo el tiempo, cada momento de su vida desde... desde que había escapado. Estaba todo ahí, estaba todo justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato y visceral y nada disminuido por los años.
—¿Todo bien? —le preguntó Gabriel, inclinándose para recoger el teléfono. Casi le dijo ¡No lo toques! pero sabía que esto era irracional, y se detuvo a tiempo. En vez de eso, simplemente no lo cogió cuando él se lo tendió, así que tuvo que dejarlo en la mesa, aún vibrando.
Se quedó mirándolo. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Se había cambiado el nombre. Había desaparecido. ¿Habían sabido siempre dónde estaba, habían estado vigilándola todo este tiempo? La idea la horrorizó. Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión...
El zumbido se detuvo. La llamada entró en el buzón de voz, y el latido de Eliza volvía a ser como un cañón: explosión tras explosión estremeciéndola. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus "tíos"?
¿Su madre?
Quién fuera, Eliza sólo tuvo un momento para preguntarse si dejarían un mensaje —y si ella se atrevería a escucharlo si lo hacían— antes de que el teléfono emitiera otro zumbido. No un mensaje de voz. Un mensaje de texto.
Decía: Enciende la televisión.
¿Enciende la...?
Eliza levantó la mirada del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué quería que viera en televisión? Ni siquiera tenía televisión. Gabriel la miraba atentamente, y sus ojos se encontraron en el instante en que oyeron el grito. Eliza casi saltó de su piel, levantándose de la silla. De algún lugar en el exterior llegó un largo e ininteligible chillido. ¿O era dentro? Era alto. Estaba en el edificio. Espera. Esa era otra persona. ¿Qué demonios estaba pasando? La gente estaba gritando de... ¿conmoción? ¿Alegría? ¿Terror? Y entonces el teléfono de Gabriel también empezó a vibrar, y el de Eliza recibió una repentina cadena de mensajes —bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz. De amigos esta vez, incluyendo a Taj en Londres, y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica. Variaban la palabras, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: Enciende la televisión.
¿Estás viendo esto?
Despierta. Televisión. Ahora.
Hasta el último. El que hizo que Eliza quisiera enroscarse en posición fetal y dejar de existir.
Vuelve a casa, decía. Te perdonamos.
2
La Llegada
Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo sobre Uzbekistán, y fueron vistos por primera vez desde la vieja ciudad de Silk Road de Samarkand, dónde un equipo de noticias salió corriendo para emitir metraje de... los Visitantes.
Los ángeles.
En perfectos rangos de falanges, se contaban fácilmente. Veinte grupos de cincuenta: mil. Mil ángeles. Giraron hacia el oeste, lo suficientemente cerca de la tierra que la gente que estaba en los tejados y los caminos podían percibir la ondeante seda blanca de sus estandartes y oír la emoción y el trémolo de las arpas.
Arpas.
El metraje se difundió por todas partes. Por todo el mundo, se sustituyeron programas de radio y televisión; los presentadores de noticias corrieron hasta sus escritorios, sin aliento y sin guiones. Emoción, terror. Ojos redondos como monedas, voces altas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se interrumpieron en un gran silencio global mientras las antenas se saturaban y dejaban de funcionar. La mitad del planeta que dormía se despertó. La conexiones de internet fallaban. Las personas se buscaban. Las calles se llenaban. Las voces se unían y competían, escalaban y llegaban a la cresta. Hubo reyertas. Canciones. Disturbios.
Muertes.
También hubo nacimientos. Un comentarista de radio apodó a los bebés nacidos durante la Llegada "querubines", y también fue el responsable del rumor de que todos tenían marcas de nacimiento con forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpos. No era cierto, pero los niños serían observados atentamente por cualquier indicio de beatitud o poderes mágicos.
En este día de la historia —el nueve de agosto— el tiempo se partió abruptamente en "antes" y "después", y nadie olvidaría jamás dónde estaba cuando "eso" empezó.
***
Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro, e imbécil, durmió durante todo el asunto, pero más tarde aseguraría que se había desmayado leyendo a Nietzsche —en lo que más tarde determinó que fue el preciso momento de la Llegada— y sufrió una visión del fin del mundo. Fue el principio de una grandiosa pero muy poco brillante estratagema que se perdió pronto en un decepcionante final cuando descubrió cuanto trabajo había que invertir en fundar un culto.
***
Zuzana Nováková y Mikolas Vavra estaban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik acababa de regatear por un antiguo anillo de plata —tal vez antiguo, tal vez plata, definitivamente un anillo— cuando el repentino alboroto los alertó; se lo metió en el bolsillo, dónde permanecería, en secreto, durante algún tiempo.
En una cocina del pueblo, se apiñaron detrás de los vecinos y vieron la cobertura de las noticias en árabe. Pero no entendían ni los comentarios ni las exclamaciones jadeantes a su alrededor, sólo tenían el contexto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Eso no hacía menos impactante ver el cielo lleno de ellos.
¡Tantos!
Fue idea de Zuzana "liberar" la furgoneta parada en frente de un restaurante de turistas. El tejido de realidad cotidiano había cedido ya tanto que el robo eventual de un vehículo parecía ser algo de esperar. Era sencillo: sabía que Karou no tenía acceso a las noticias del mundo; tenía que advertirla. Habría robado un helicóptero si hubiera tenido que hacerlo.
***
Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, socia de Brimstone durante mucho tiempo y abuela sustituta de su protegida humana, estaba paseando a sus mastines cerca de su casa en Antwerp cuando las campanas de Nuestra Señora comenzaron a repicar fuera de plazo. No era la hora, y aunque lo hubiera sido, el estruendo sin melodía era agitado, prácticamente histérico. Esther, que no tenía un hueso agitado o histérico en todo su cuerpo, había estado esperando que algo ocurriera desde que una huella de mano negra había sido quemada en una puerta en Bruselas y la abrasara eliminando su existencia. Concluyendo que esto era ese algo, volvió rápidamente a su casa, sus perros enormes como leonesas, siguiéndola a los lados.
***
Eliza Jones vio los primeros minutos en una conexión en directo en el portátil de su compañero de piso, pero cuando su servidor se colgó, se vistieron apresuradamente, saltaron al coche de Gabriel, y condujeron hasta el museo. Aunque era temprano, no fueron los primeros en llegar, no dejaban de llegar más colegas tras ellos para apiñarse en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano.
Estaban estupefactos y aturdidos con incredulidad, y con una no pequeña cantidad de afrenta racional de que tal evento se atreviera a desarrollarse en el cielo del mundo natural. Era un fraude, por supuesto. Si los ángeles eran reales —lo que era ridículo— ¿no se parecerían un poco menos a las imágenes de los libros de texto de las escuelas dominicales?
Era demasiado perfecto. Tenía que ser un montaje.
—Dame un respiro con las harpas —dijo un paleobiólogo—. Qué exageración.
Pero esta certeza exteriorizada estaba socavada por una verdadera tensión, porque ninguno de ellos era estúpido, y había agujeros evidentes en el teoría del fraude que se hicieron más evidentes cuando helicópteros de noticias se atrevieron a acercarse a la hueste aérea, y el metraje emitido fue más claro y menos equívoco.
Nadie quería admitirlo, pero parecía... real.
Sus alas, por ejemplo. Medían fácilmente tres metros de envergadura, y cada pluma era una llama de fuego. Su suave ascenso y descenso, la indescriptible gracia y poder de su vuelo —estaba más allá de cualquier tecnología comprensible.
—Podría ser la emisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría ser todo CG. La guerra de los mundos del siglo veintiuno.
Hubo algunos murmullos, pero nadie pareció tragárselo.
Eliza se quedó en silencio, mirando. Su propio terror era de una variedad diferente al de ellos, y estaba... mucho más avanzado. Debería estarlo. Había estado creciendo toda su vida.
Ángeles.
Ángeles. Después del incidente en el puente de Carlos en Praga algunos meses antes, había sido capaz de mantener un poco de escepticismo al menos, sólo lo suficiente para evitarle caer. Entonces podría haber sido falso: tres ángeles, visto y no visto, sin dejar pruebas. Ahora parecía que el mundo había estado esperando con el aliento contenido una demostración que estuviera más allá de toda posibilidad de duda. Y ella también. Y ahora la tenían.
Pensó en su teléfono, dejado intencionadamente en su apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes almacenaría su pantalla para ella. Y pensó en el extraordinario poder oscuro del que había huido por la noche, en el sueño. El estómago se le tensó como un puño mientras sentía, bajo sus pies, el movimiento de las tablas que había puesto sobre las arenas movedizas de aquella otra vida. ¿Había pensado que podía escapar? Estaba ahí, siempre había estado ahí, y esta vida que había construido encima parecía tan fuerte como un barrio de chabolas en la falda de un volcán.
Dreams of Gods & Monsters sale a la venta en EEUU el próximo 8 de Abril. Aún no hay fecha de publicación para los países hispanohablantes.
Wooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
ResponderEliminarNecesito más!!! D:
La espera es eterna :'(
Ay! Dios! Te amo! Persona extraña! Esto esta waaaa *_____________*
ResponderEliminarJejejej cuando consigas mas sube lo si?? Por favor por favor! :)
Nose en cuantas partes encontrado tu pagina Pegada ...Eres,,, bueno.
ResponderEliminarGRACIAS, UNA PREGUNTA ¿TRADUCIRÁS EL LIBRO?
ResponderEliminarEres genial!!! Gracias
ResponderEliminarLa espera ha sido muy larga
Si puedes conseguir más te lo agradecería :) por fa
Saludos!!1
Dios! he esperado demasiado tiempo esta traducción! tengo la misma incógnita que Dolores, vas a traducir todo el libro? espero y si...muchas gracias por el excelente trabajo, ruego y pronto la podamos leer completa :)
ResponderEliminarDios mio necesito mas!!! traducelo completo porfavor no puedo esperar
ResponderEliminarEs lo mejor >.< quiero mas!
ResponderEliminarel final del libro 3 es abierto?? (me lo han comentado)
ResponderEliminarGRACIAS! Espero la llegada pronto del libro! Aqui en venezuela no he visto el primero de la saga en ninguna libreria. Así que a esperar traduccion hasta que me lo pueda comprar. Besos!
ResponderEliminaraaagghhh ya quiero que llegue el libro :C el tiempo es eterno!!! graciasss
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